Circuitos

Y dicen que los tiempos no cambian. Mi abuela vivía en La Gineta y cuando le parecía o le era necesario, se venía a Albacete andando con alguna vecina o pariente. En aquella época, y no hace tanto, todo eran distancias y para ir a cualquier sitio había que invertir casi un día en el camino. Lo que ataba a la gente era el territorio, la luz solar que delimitaba las horas disponibles, las estaciones marcadas a fuego en la memoria hasta pesar tanto como los genes y determinar qué se comía en cada época, cuando había algo que comer. Setenta años más tarde hemos abolido la noche, hemos mezclado los menús estacionales y las distancias no existen. Sin embargo seguimos atados a una cadena de actos, de obligaciones y de costumbres que nos ciñen al reloj y que nos confinan día tras día en los mismos lugares, a las mismas horas y por parecidas rutas dentro de la ciudad. Caminamos por circuitos en los que ni siquiera reparamos, pero que nos ligan tanto o más que la antigua cuerda del territorio.

En nuestro deambular coincidimos a menudo con las mismas personas porque sus propios circuitos tienen ese punto de intersección con el nuestro. Cuando todo va bien, cuando el destino no introduce algún desvío inesperado y casi siempre indeseado, como una enfermedad que nos deriva al hospital o como la muerte de un conocido que nos reúne en torno a su memoria, si no se abre una puerta en el circuito, hay personas a las que queremos y a las que recordamos y a las que sin embargo no vemos nunca. Viven ahí cerca, a lo mejor a unas manzanas de esa esquina por la que pasamos todos los días consultando el reloj, calculando si nos dará tiempo de resolver un recado antes de emprender la siguiente tarea que la sociedad nos tiene asignada y que acatamos con la docilidad con la que el sol sale y se pone.

A veces la tarea es ver nuestro programa favorito de la tele, que forma ya parte de nuestra familia, o tomar un café con los amigos para intercambiar los chismes sin los cuales la vida carece de la sal imprescindible. A veces la tarea es escapar del circuito lo más lejos posible por la misma puerta por la que escapamos todas las semanas o todos los meses, aunque escapemos a santuarios diferentes cada vez. Pero esas huidas forman parte también de nuestra prisión virtual, aunque nos permitan apreciarla desde la distancia y sentir que nos hemos liberado por un tiempo de la tela de araña con la que nos sujeta. Ahí siguen, detrás de la muralla que hemos ido construyendo con la suma de los días, aquellas personas de las que nos seguimos acordando y a las que nunca vemos. Como la telepatía existe, esas personas, atrapadas en sus propios circuitos, se están acordando de nosotros mientras las recordamos.

Hasta que llegan la Feria o la Navidad, esos hitos estacionales cuyos símbolos se han ido deshilachando, pero que conservan todavía el poder de romper con su magia antigua la inercia rutinaria de todos los circuitos, el del espacio, pero también el del tiempo. Afloran entonces sentimientos relegados y enviamos un mensaje de móvil o damos un telefonazo, cuando no quedamos directamente para ver cara a cara al amigo o al familiar que vive todo el año en las afueras de nuestro ajetreo. Y recibimos las postales y los mensajes con el mismo calor que si fueran abrazos. Y sentamos a nuestra mesa y servimos un vaso de mistela a los ausentes, por ejemplo a mi abuela, que aún acude andando desde La Gineta.

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