Eduardo Gregori: Cuaderno de Lucía

EDUARDO GREGORI
Cuaderno de Lucía
Siltolá, Sevilla, 2022

«Como el enfermo aquel / que olvidara contar los días que le quedan / porque un gorrión se posa en su cornisa / y le dice al oído su canto de mañana».

Es muy desigual este segundo poemario de Eduardo Gregori (Valencia, 1977), que en principio parece concebido para ir contándole a su hija Lucía lo que va sucediendo mientras crece. En la primera y segunda parte los poemas son circunstanciales o demasiado deudores de José Luis Parra o Eloy Sánchez Rosillo (Maneras de estar solo es el título de la segunda). Entonces uno tiene tentación de abandonar la lectura. Sin embargo, si ha resistido, en la tercera parte encontrará un puñado de poemas duros y magníficos, de poderosa voz, de los que había ido percibiendo solo pinceladas hasta ese momento: «Perder las llaves / de una casa sin puertas. / Hacerse viejo». Por ejemplo el titulado «La vejez de los padres» es una pieza certera donde describe el deterioro de sus progenitores, que es en definitiva el que nos espera a todos. En «Cartas marcadas» comparte el desasosiego por la tragedia que guardan las fotografías, tanto nuevas como antiguas, porque todas acaban siendo antiguas. En «Mientras llegan los bárbaros» nos habla con terrible ternura de la situación de un familiar en una residencia de ancianos: «Hay una dignidad en la esperanza / del que no espera nada». El tono de elegía crece más aún cuando nos adelante que el olvido que nos aguarda será como perder nuestro lugar en la mesa: «Moriremos del todo, definitivamente, / con la rotundidad de un árbol que cayera en la espesura, / cuando nadie recuerde / cuál fue nuestro lugar en nuestra mesa». No obstante Gregori nunca cae en la desesperanza. Siempre encuentra vida a la que aferrarse: «Sigo vivo sin ti, / ¿quién lo diría?». Y hasta los homenajes de esta parte final ganan fuerza, como el que dedica a su hija guiñándole un ojo a Ángel González: «Para que tú te llames Lucía». Hay canto y oración en «Alegría», y canto a la creación en quizá el más hermoso de todos, «La querencia del tacto», donde se aferra a los sentidos identificándose con un perro callejero que le ha venido siguiendo.

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