Ana Martínez Castillo, De lo terrible

ANA MARTÍNEZ CASTILLO
De lo terrible
Chamán Ediciones, Albacete, 2020

«Cuando muera dile a mi hija (…) que lo intenté, que intenté la trascendencia cada hora (…) Dile que quise (…) hacer de la verdad algo ficticio, de la ficción semilla».

Vuelve Ana Martínez Castillo (Albacete, 1978) con un poemario en prosa bajo la advocación del Rilke que escribió que «la belleza es solo el principio de lo terrible, lo que aún podemos soportar». Y desde esa inspiración, lanza la poeta su flujo de consciencia: «escribe así, de forma automática y absurda, terrible, ambigua, escribe así todos los días». Pero con su prospección no busca tanto acercarse al peligro como, igual que la Alicia de Lewis Carroll, hallar la maravilla. No busca tanto pararse junto al precipicio como entreabrir la puerta de lo inesperado, casi siempre en una escenografía rústica que es para Ana Martínez Castillo la trampilla del arcón, la raíz de un mundo a la vez añorado y sospechoso. De lo terrible también es una lección técnica. La poeta, en su fluir de consciencia, nos va enseñando sus trucos: cuando se libera de un bloqueo, dice: «han vuelto las palabras, tímidas, únicas...»; cuando la frase parece demasiado directa, propone: «podéis desordenar estas palabras»; para engrasar la escritura, usa la enumeración caótica: «he dicho fin y principio, como si no fuera suficiente el mundo, como…»; y cuando algún verso quiere llevar razón, con el siguiente se la quita para «evitar la torpeza de ser sincera en el poema». Y no obstante, hay momentos en los que la verdad resalta tanto que supera estas trampas autoimpuestas. Por ejemplo en el poema «Dos» (los títulos son números en una cuenta decreciente de cuarenta hasta uno). Se trata de un enternecedor testamento en el que la fantasía no oculta el verdadero sentir y sin embargo lo aleja del patetismo. A él pertenecen las líneas que abren esta reseña. Otro de los momentos verdaderos del libro es «Seis» donde retrata a un personaje shakespeariano e ingenuo, tal vez el padre de la autora: «Sospechaba que su vida era pantomima, fraude, que su vida era como un licor, que su vida era un capricho estúpido de algún dios estúpido». 

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