FRANCISCO JAVIER IRAZOKI El contador de gotas Hiperión, Madrid, 2019 |
«Llueve y cuento las gotas de los días
vividos (…) Lentamente me apago en la silla de ruedas que empujo».
En sus orígenes,
Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) formó parte del grupo surrealista CLOC,
y su escritura mantiene la querencia por las imágenes sorprendentes, que a
menudo cristalizan en símbolos. Hace varios libros que se siente más cómodo escribiendo
sus poemas en prosa. Con frases tajantes, engañosamente sencillas y un punto
naïfs, este navarro recriado en Francia hurga en su pasado sin hacer concesiones:
«éramos menos tristes en un lugar sin belleza». Recorre las veladuras de unos
tiempos que dejaron heridas: «Todavía resiste en la memoria un fuego que rueda
por una pendiente. El otoño incendia plantas y deja el suelo ensangrentado». Hay
en El contador de gotas algo de balance emocional de sesenta años de
vida, y al mismo tiempo de búsqueda de la propia identidad. El poeta arrima su
soledad a la sombra de personajes como el Blas de Otero que «escribe frente a
un paisaje de raíles, ortigales, niebla y barracones». Solo los ha conocido leyéndolos:
«nunca vi a Julio Ramón Ribeyro, pero he hablado con él ante unos árboles». No
obstante los reencuentra en descampados o lugares inhóspitos: «hemos visto las
astillas de Verlaine en un carro de la compra que empuja un vagabundo». Finalmente
se mezclan con las mil identidades que todos tenemos y que Irazoki prefiere
llamar «Pasajeros». Al menos una de ellas sigue luchando: «en las galerías que
contengo se ha instalado un testigo. No admite compañía y apenas duerme. Ronda
las calles, desciende a las minas, inspecciona mis cavernas. A partir de esta
mañana, tengo una cita diaria con la conciencia, único cazador que me apunta
con su arma». La conciencia le conmina a desmarcarse de la masa, a no permitir
que la masa decida por él. Es el tema central del libro: «En pleno siglo XXI
aún existe una cárcel que sigue de moda: la identidad colectiva». Usa como
divisa una cita de Ramón Eder: «Sin compasión no hay cordura». Y cerca del
final, acaba deseando y sentenciando «que el perdón sea más fuerte que la herida».
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