NACHO MONTOTO La orquesta revolucionaria Espasa, Barcelona, 2018. 94 pág. 12,90€ |
«Lo bello de morir: haber vivido. Es tarde para alzar la
vista (…) La gravedad nos convirtió en manzanas».
Como todos los jóvenes, Nacho Montoto (Córdoba, 1979- Sevilla, 2017) vino a llevarse la vida por delante y en 37 años le dio tiempo de hacer muchas cosas, entre ellas ganar el premio andaluz de poesía joven, escribir artículos en tres periódicos y dirigir la edición 2016 del festival Cosmopoética. Sin embargo no pudo ver publicado este poemario, La orquesta revolucionaria, que quedará como su testamento poético. Su poesía es una poesía de aluvión: Montoto escribía sus poemas añadiendo coladas, como los volcanes. Tenía la audacia del que aparentemente no se plantea dos veces un verso: tal como brota, queda. Pertenecía como Walt Whitman al grupo de los poetas que cantan al mundo ensimismados en su propio mundo. A pesar de ser póstumo, La orquesta revolucionaria es un libro perfectamente planificado. Remeda un concierto musical dividido en un preludio y tres movimientos (retroceso, expansión y revelación). Cada poema va precedido de una frase atribuida a un músico diferente. Agustín Fernández Mallo pone el prólogo de amigo y de admirador emocionado: «nunca le he leído un verso gratuito, un verso de relleno». Pero luego la poesía ha de defenderse sola y lo hace abarcando todo el ámbito humano, desde la mañana machadiana («Bajo este sol y estos días azules, sobre la fresca sombra de los arbustos, entre sus tiernos brazos quiero crecer») hasta el firmamento («El cielo escupe estrellas sobre el espíritu no visto de los hombres»). Canta contra la injusticia: «El mar susurra sus nombres al amanecer, la pleamar los va depositando uno a uno, formando montoneras en las playas, húmeda la entraña, ahogada la víscera, los labios agrietados». Canta la lenta deriva del planeta hacia el ocaso: «Contemplamos la puesta de sol bajo un manto de polución similar a un enjambre de abejas asesinas». O también: «Estamos condenados a vivir entre los cauces secos de los ríos». Canta, sin saberlo, anticipándose, a su propia muerte: «Las palabras que amontonamos son solo sombras de lo que creemos».
Como todos los jóvenes, Nacho Montoto (Córdoba, 1979- Sevilla, 2017) vino a llevarse la vida por delante y en 37 años le dio tiempo de hacer muchas cosas, entre ellas ganar el premio andaluz de poesía joven, escribir artículos en tres periódicos y dirigir la edición 2016 del festival Cosmopoética. Sin embargo no pudo ver publicado este poemario, La orquesta revolucionaria, que quedará como su testamento poético. Su poesía es una poesía de aluvión: Montoto escribía sus poemas añadiendo coladas, como los volcanes. Tenía la audacia del que aparentemente no se plantea dos veces un verso: tal como brota, queda. Pertenecía como Walt Whitman al grupo de los poetas que cantan al mundo ensimismados en su propio mundo. A pesar de ser póstumo, La orquesta revolucionaria es un libro perfectamente planificado. Remeda un concierto musical dividido en un preludio y tres movimientos (retroceso, expansión y revelación). Cada poema va precedido de una frase atribuida a un músico diferente. Agustín Fernández Mallo pone el prólogo de amigo y de admirador emocionado: «nunca le he leído un verso gratuito, un verso de relleno». Pero luego la poesía ha de defenderse sola y lo hace abarcando todo el ámbito humano, desde la mañana machadiana («Bajo este sol y estos días azules, sobre la fresca sombra de los arbustos, entre sus tiernos brazos quiero crecer») hasta el firmamento («El cielo escupe estrellas sobre el espíritu no visto de los hombres»). Canta contra la injusticia: «El mar susurra sus nombres al amanecer, la pleamar los va depositando uno a uno, formando montoneras en las playas, húmeda la entraña, ahogada la víscera, los labios agrietados». Canta la lenta deriva del planeta hacia el ocaso: «Contemplamos la puesta de sol bajo un manto de polución similar a un enjambre de abejas asesinas». O también: «Estamos condenados a vivir entre los cauces secos de los ríos». Canta, sin saberlo, anticipándose, a su propia muerte: «Las palabras que amontonamos son solo sombras de lo que creemos».
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