Libros pequeños




En la pila de libros pendientes de leer, en vez de irme a los grandes, rescato estos días los de pequeño formato, los que han ido resbalando entre el montón, escondiéndose en las rendijas, como si la timidez no les dejase ofrecerse a las manos. Me doy cuenta de qué valiosos son. Quizá me equivoque, pero se me antoja que muchos libros grandes buscan llamar la atención a la desesperada porque no tienen otra cosa que ofrecer que su tamaño y sus colorines. Están hechos para llenar los ojos y pesar sobre las manos. Luego, cuando te quedas a solas con ellos, cuando los abres, compruebas que están vacíos. No siempre, claro, pero todos los libros que abandoné son gordos y no saben esconderse; soy yo quien los retiro, tras darles tiempo para que maduren en la librería a la espera de una segunda oportunidad.
En cambio, estos que digo, qué primor me ofrecen. En el árbol del tiempo, de Eloy Sánchez Rosillo (Murcia, 1948) rescata todos sus poemas donde aparecen pájaros. Aunque no son pocos, caben de sobra dentro del librito, de la colección El Pájaro Solitario de Pre-Textos, más pequeño que una mano. Y cabe Juan Marqués, releyendo sin prisa en un parque los poemarios de Rosillo, y seleccionando con un lápiz los poemas que tienen ave dentro. Luego ya se encarga Eloy de ir dándonos fe de los matices de la luz y de señalar el vuelo, el canto o la simple presencia de los pájaros, que en su incansable trajín son símbolos inmutables del transcurrir del tiempo: “Pero detente. Mira. / ¿Recuerdas? Puedes verlo”. En especial el jilguero, tótem sagrado -con la luna -de la poesía de Rosillo. Un poema inédito ofrece el título y resume las emociones del libro.
No mucho más grande viene a ser El mundo es un jardín, de Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, 1950). Del tamaño de un cedé. Porque lleva cedé dentro. Recoge una lectura de sus poemas en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, bien completada por la presentación que le hizo Juan Barja, un comentario de Jordi Doce y una entrevista con Esther Ramón. Parece mentira que quepa tanto en tan poco espacio. Es algo que suele ocurrir con los ejemplares pequeños, cuando están bien hechos: que están concebidos para concentrar un mundo del tamaño de un jardín o un jardín del tamaño del mundo. Poesía mineral, dura, tallada, la de esta poeta asturiana, cuya mirada, como la luz de su tierra, no niega la sombra.
Y algo más grande, en apariencia, el libro de Susana Benet. ¿Por qué lo recordaba más pequeño? ¿Será porque los haikus tienen tanto poder de condensación de la realidad que actúan también sobre la memoria? Entre los cada vez más numerosos artífices españoles de esta estrofa japonesa, que reúne alma y mirada en tres versos, somos muchos los que veneramos a esta escritora valenciana, de ojos y voz claros, que convive con gatos. Tiene el don de detener, en un instante, el mundo sin tocarlo. Unas veces para mostrarnos la ternura más desapercibida: “Plancho y aliso. / Cuando toco las sábanas, / toco tu cuerpo”. Otras para dar vida a la vida: “Breve rocío, / tan breve pero sacia / la sed de un pájaro”.
Tocando, manejando estos libros, he vuelto a acordarme y a sobar los minúsculos ejemplares de la Enciclopedia Pulga, que heredé de mi padre, y que conservo como una prolongación de él, guardada como un tesoro que solo rescato para la memoria cuando lo cambio de lugar. O cuando abordo la lectura de otros libros pequeños que me lo recuerdan. Seguro que tienen algo que decirnos, están diciéndonos que, en este tiempo de globalización y de macroeconomía, tenemos la salvación a nuestro alcance en lo pequeño. No tanto en la nanotecnología, como en el formato: el de aquella aldea gala que sigue defendiéndose del Imperio Romano con una pócima secreta, mucho menos importante que su forma de organizarse y de valorar las cosas.
Eloy Sánchez Rosillo: En el árbol del tiempo. Pre-Textos, Valencia, 2012;  Olvido García Valdés: El mundo es un jardín. Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2010; Susana Benet: Huellas de escarabajo. La Veleta, Granada, 2011






Madrid 1605



En un diálogo público que mantuvieron Ken Follet y Arturo Pérez Reverte en una Feria de Frankfurt, concluyeron que cualquier best-seller que se precie contiene cinco elementos: emoción, cierta sensación de búsqueda del tesoro, el valor de los personajes, un trasfondo histórico y muy buena documentación, porque, según ellos, los lectores de best-seller, además de divertirse, quieren aprender. No sé si Eloy M. Cebrián (Albacete, 1963) leyó aquel pentálogo o si le ha salido así motu proprio, pero lo ha clavado. No en vano su novela ha seducido a los jurados de dos premios tan prestigiosos como el Fernando Lara y el Ateneo de Sevilla, hasta el punto de que quedó segunda en ambos, el lugar que, según el mismísimo don Quijote, identifica al verdadero ganador: «procure vuestra merced llevar el segundo premio, que el primero siempre se lleva el favor o la gran calidad de la persona, el segundo se le lleva la mera justicia…»
Para ser rigurosos, habría que nombrar como coautor de Madrid 1605 al profesor Francisco Mendoza (1943), ya que de este modo figura en los créditos. Desde que apareció en las librerías, se les requiere continuamente a ambos para que expliquen cómo se escribe una novela a cuatro manos. Ellos contestan una y otra vez que el procedimiento fue sencillo: Mendoza puso la idea, el impulso que desató la historia y mantuvo viva la inspiración de Cebrián, mientras que este aportó la prosa. Una respuesta tan simple que no convence a nadie, lo que incrementa el misterio. Está claro que las simplificaciones no son satisfactorias. Ni fieles a la realidad. Está claro que el proceso de escritura no se limita a poner la prosa, sino que incluye todo un abanico de técnicas que Cebrián ha ido perfeccionando en sus novelas anteriores (más eco mereció y sigue mereciendo Los fantasmas de Edimburgo).
Es el dominio del oficio el que nos proporciona la emoción, que no es directamente inyectable de la vida o de la imaginación a la literatura, sino que requiere reelaboración, estructura y sabia administración para que funcione en el relato, para que nos mantenga en vilo, para que nos absorba más y más conforme avanza la lectura. En cuanto a Francisco Mendoza, ha incorporado sus vastos conocimientos de bibliofilia, especialidad en la que es autor de dos volúmenes de reconocido prestigio: La pasión por los libros y Un acercamiento a la bibliofilia. Con Mendoza como asesor y documentador, la novela además de emocionar, enseña. Porque los dominios del experto van más allá de lo que existe, y son capaces de acercarnos con la máxima verosimilitud a lo que a él le gustaría que existiese. Que tal vez exista, qué demonios.
Es este juego con la realidad y la ficción uno de los grandes atractivos de la novela. De hecho, los personajes históricos se mezclan con los ficticios, pugnando en credibilidad con tipos con los que podemos cruzarnos por la calle o por la Biblioteca Nacional, entre los que hace un cameo el propio Pérez Reverte. No parece tampoco del todo inventado el protagonista Erasmo López de Mendoza, que presenta sospechosas coincidencias con el coautor Francisco Mendoza, hasta el punto de que quienes lo conocemos acabemos preguntándonos si no debiera figurar como actor; caracterizado, claro está, detrás de ciertas licencias literarias. Y esta sospecha nos empuja a buscar otros parecidos, lo que incrementa el número de novelas que hay dentro de la novela y el número de tesoros que buscar más allá de los manuscritos que aparecen y vuelven a esfumarse.
No sé si el club de fans de Lope de Vega terminará protestando por el papel que le toca jugar en la trama al Fénix de los Ingenios o si los expertos en bibliofilia disfrutarán de una lectura añadida enmendándole la plana en minúsculos detalles al documentador. El caso es que la novela avanza con una eficacia de best-seller, en alas de una prosa que cambia con la voz de quien la enuncia, sin perder rigor ni sonoridad. Se me ocurre que ahora averiguaremos si Follet y Pérez Reverte estaban en lo cierto o se les olvidó mencionar algún ingrediente para que la fórmula funcionase.
ELOY M. CEBRIÁN Y FRANCISCO MENDOZA: Madrid 1605. Algaida, Sevilla, 2012

Canción errónea



Unos meses antes de su muerte, el poeta Ángel González me comentó que se sentía desconectado del mundo. No sé si fueron las palabras exactas, pero el sentido era este: que sentía que entre el mundo y él se abría una zanja ya insalvable. E identificaba este sentimiento con la pura vejez. Se han reavivado en mi memoria aquellas palabras leyendo el libro Canción errónea, de Antonio Gamoneda. Y es curioso, porque entre ambos parece que había abierta también una zanja insalvable. Al menos, muchos amigos de González interpretaron que Gamoneda lo menospreció cuando, nada más conocerse la noticia del fallecimiento, hizo una primera valoración pública sobre su paisano (ambos habían nacido en Oviedo y ambos se alejaron pronto de la capital asturiana). Prácticamente los mismos amigos de González volvieron a cargar sobre Gamoneda al año siguiente, cuando volvieron a interpretar que menospreciaba esta vez al recién fallecido Mario Benedetti.
Pero lo que me ha hecho recordar las palabras de Ángel González no han sido aquellas anécdotas en la que seguramente todos ponen un poco de razón y bastante de pasión, sino porque el poemario entero de Gamoneda destila el sentimiento del que me hablaba González: la desconexión del mundo, la desconexión del interés por la vida, que no es exactamente resignación ni aceptación. Todo el libro, en todas las páginas, emana ese lento desasirse de la vida, desde el primer poema: “Ahora mismo atiendo distraído a mi estertor. No hay en mí memoria ni olvido; única y simplemente lucidez. // Han desaparecido los significados y nada estorba ya a la indiferencia. // Definitivamente me he sentado / a esperar la muerte / como quien espera noticias ya sabidas.”
El fraseo característico de Gamoneda avanza unas veces en versículos, prolongados con ayuda de corchetes, que luego se rompen y reaparecen en una palabra solitaria en el otro extremo de la página, zigzagueando, como si retomaran un discurso fragmentado por una respiración dificultosa o por una memoria que cae en repentinos desfallecimientos y que vuelve de pronto a retomar su caudal. Y siempre, de manera hipnótica, acumula estos mensajes: “La rosa es bella, ¿para qué?”, o más adelante: “Vivir es extrañeza. No procede salvarse.” Y unos poemas más tarde: “Desprecio / la eternidad.” Sin nada que temer ya, con una aparente (solo aparente) despreocupación por la forma, Gamoneda, como esos ciclistas que no terminan de integrarse pero tampoco pierden de vista al pelotón de cabeza, hace la goma con la vida.
No es un libro de grandes poemas, es un libro de un clima envolvente que rezuma credibilidad por encima, y a pesar, de los tics habituales del poeta recriado en León. Él mismo aclara en un epílogo que llama Notas y confidencias que se ha despreocupado del orden y de poner títulos, subtítulos o lo que fuera. Y añade que no faltan en el libro “reiteraciones léxicas y fraseo recurrente, y tampoco expresiones” que ya estaban en su poesía anterior. Pero necesitaba que en este momento su poesía fuera así. Y así se queda. Y así la leemos y disfrutamos hasta el epílogo, que se complementa con un índice onomástico de los personajes anónimos que inspiran algunas de las piezas, y otro índice alfabetizado de primeros versos o frases iniciales. Un minucioso complemento informativo que sirve para rellenar el rompecabezas de la curiosidad, pero que nada aporta ni resta al resultado lírico, como no sea insinuar que debajo del desorden proclamado subyace una estructura propia de ingeniero.
Su nieta Cecilia, los pintores, los poetas amigos, vivos y muertos, y hasta el que le arregló un armario, asegura el poeta que están detrás de esta colección de poemas que no se necesitan más que a sí mismos. Poemas en los que se ve cada mañana y se sorprende y hasta se siente ajeno (Un desconocido habita en mí). “Nos encontramos una y otra vez con nosotros mismos, / con nosotros mismos, rodeados de combustibles y animales sigilosos”. Nos encontramos con lo que otros, amigos o rivales, se encontraron antes. En Librería Popular, adonde acompañara a ambos, en años diferentes, verifico que la edad los ha traído al mismo poema, al mismo libro, al mismo lugar.
ANTONIO GAMONEDA: Canción errónea. Tusquets, Barcelona, 2012

Eduardo Mitre




Confieso que me he cabreado leyendo a Eduardo Mitre (Oruro, Bolivia, 1943). Me pasa a veces. Como lector soy un poco fundamentalista, qué le vamos a hacer. Cuando supe que los Pre-Textos editaban en un solo volumen sus poemarios anteriores a 1998, después de haber publicado independientemente cada uno de los tres posteriores, sentí curiosidad. No había leído nada de Mitre, pero la fidelidad de la editorial valenciana es una garantía para mí. Y ya con el libro en casa, y antes de hincarle el diente, un artículo de Antonio Muñoz Molina incrementó mi intriga. El escritor granadino glosaba, desde la amistad, un poema evocador de Mitre sobre Granada. La ciudad del Genil había sido la tierra prometida de su padre, de origen palestino, pero el poeta solo pudo visitarla después de muerto este. Eso sí, lo hizo acompañado por el recuerdo de su progenitor, tan intenso como una sombra.
Me volqué en la lectura con una continuidad que es mejor reservar para la prosa. Como suele ocurrir cuando se alinean los poemarios cronológicamente, se ve evolucionar el estilo del poeta y afianzarse su voz. Mitre creció deudor de Huidobro, sobre quien escribió su tesis doctoral, pero también de Octavio Paz y de la poesía francesa. Renuncia a un hilo narrativo y construye el poema por estrofas, que van acumulando imágenes. Al tiempo practica la poesía visual y el caligrama. También el haiku, tal y como lo entendía Paz, es decir más retórico y reflexivo que sensorial al estilo japonés. En cada una de estas facetas, Mitre pone un mimo y un control exquisitos. Sin restarle méritos a este periodo, alcanza la madurez, para mi gusto, en Mirabilia, donde se centra en una silla o una mesa y escribe, con ese pie forzado, poemas llenos de ingenio y a la vez de lírica. En Líneas de otoño, cambia a temas más evanescentes, con la ausencia como ingrediente de fondo.
¿Dónde nace, entonces, mi cabreo? En la deplorable facilidad. En la estela del Neruda de las Odas elementales, Mitre apunta a objetos cotidianos, sin valor aparente, y los ilumina con su poesía. Los poemas crecen en estrofas rimadas, que parece que brotan con la misma espontaneidad irreflexiva con la que el chileno escribía hasta en las servilletas de los bares. Pero llega un momento en que esa inercia se vuelve contra la propia obra, se convierte en acumulación que no enriquece, sino que deprecia los logros. Los libros de poesía van creando un clima, una atmósfera con la que el lector avanza conectado, hipersensible a las perlas, predispuesto a la iluminación. En esta antología, el último centenar de páginas me distancia de esa niebla grata y me abandona a un sonsonete de coplas y de ripios, de poemas sociales, circunstanciales y homenajes, que me bajan a tierra, ya incapaz de remontar el vuelo.
Afortunadamente, los libros no son como las películas. Puedes parar y volver y paladear lo que ha merecido la pena y cambiar el regusto final, el que te hará volver. Como en los mejores libros, hay un puñado de poemas memorables. Y muy variados. Están los eróticos, como Húmeda llama o Sobre tus cejas, los elegiacos como Yaba Alberto, los elementales como La mesa o El vino, los reflexivos como A la música o A la poesía. Y luego están las perlas inclasificables, repartidas por todo el volumen. A veces se acercan al haiku: “Los años no han pasado por la nieve: / el abuelo y el niño siguen andando”. A veces a la greguería: “En el fondo del rábano hay un atleta en potencia”. También al aforismo: “Olvidar es morir / y renacer otra persona.” Incluso a la adivinanza: “Y su nombre vuela / de nuestros labios / como una gaviota más” (el mar).
Podría seguir seleccionando un ramillete más de estos hallazgos. Prefiero sin embargo resistirme a su profecía temeraria: “Cortesía desmesurada, / el silencio se inclina / y me cede la palabra”. Al fin y al cabo, “Las palabras alumbran / pero hablar / nubla”. Y con este sencillo repaso, se disipa el cabreo: “Otoño corto: el crepúsculo.” Ahora la curiosidad me llama a esos tres libros posteriores que aún no conozco.
Eduardo Mitre: Obra poética (1965-1998). Pre-Textos, Valencia, 2012