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«Sombras de aquellas noches, id en paz / hacia el silencio».
Tras la muerte el año pasado del cordobés Pablo García Baena (1921-1918), sus herederos confiaron a José Infante y Rafael Inglada los poemas que había ido reuniendo desde 2008. Nada dejó dicho sobre su destino final, aunque cabe interpretar que no los consideraba suficientes o lo bastante acabados para cerrar un libro. Sí que había leído algunos en intervenciones públicas y había entregado otros para distintas revistas, además de manifestar su intención de culminar ese libro, al que tenía puesto el título de Claroscuro. Finalmente los tres años últimos de penumbra y la muerte terminaron por malograr el proyecto. «Con gran temor, rubor y cuidado», Infante e Inglada ha ordenado las doce piezas en la forma cronológica en que deducen que los fue escribiendo el maestro del grupo Cántico. Retiraron los sonetos, como tenía por norma, y dejaron para el final un poema religioso, que era otra de sus constantes. No bastaban para establecer partes con ellos, otro hábito de Baena. En sus últimos años, y debido a los problemas de vista, su escritura pasaba por un ritual: iba construyendo los poemas en la memoria, luego los grababa, se los transcribían en papel con letras grandes, Pablo los corregía a mano y, cuando les daba el visto bueno, su sobrino Luis Ortiz García o su sobrino nieto Antonio Luis Amezcua Ortiz los pasaban a ordenador. Ellos fueron los cooperantes imprescindibles en el proceso. A pesar de la brevedad, apreciamos que el poeta seguía comprometido con el mundo y la naturaleza: «Bosques, creced en la agonía del mundo». Seguía encontrando consuelo en el transcurrir de las estaciones: «Hasta para él que mira, encerrado en sus años, / el verano será el tiempo de la dicha». Y se asomaba al tormentoso río de la vida, con la serenidad de haber llegado a ser universal sin dejar de ser local: «Allí estaba, en el pretil del puente, / contemplando en días de temporal / el bravío arrasar de la riada / que llevaba en fragor / ramas, aperos, vigas de almadía, / naos donde se posaban ateridas las aves».
PABLO GARCÍA BAENA Claroscuro Pre-Textos, Valencia, 2019. 58 pág. 12€ |
Tras la muerte el año pasado del cordobés Pablo García Baena (1921-1918), sus herederos confiaron a José Infante y Rafael Inglada los poemas que había ido reuniendo desde 2008. Nada dejó dicho sobre su destino final, aunque cabe interpretar que no los consideraba suficientes o lo bastante acabados para cerrar un libro. Sí que había leído algunos en intervenciones públicas y había entregado otros para distintas revistas, además de manifestar su intención de culminar ese libro, al que tenía puesto el título de Claroscuro. Finalmente los tres años últimos de penumbra y la muerte terminaron por malograr el proyecto. «Con gran temor, rubor y cuidado», Infante e Inglada ha ordenado las doce piezas en la forma cronológica en que deducen que los fue escribiendo el maestro del grupo Cántico. Retiraron los sonetos, como tenía por norma, y dejaron para el final un poema religioso, que era otra de sus constantes. No bastaban para establecer partes con ellos, otro hábito de Baena. En sus últimos años, y debido a los problemas de vista, su escritura pasaba por un ritual: iba construyendo los poemas en la memoria, luego los grababa, se los transcribían en papel con letras grandes, Pablo los corregía a mano y, cuando les daba el visto bueno, su sobrino Luis Ortiz García o su sobrino nieto Antonio Luis Amezcua Ortiz los pasaban a ordenador. Ellos fueron los cooperantes imprescindibles en el proceso. A pesar de la brevedad, apreciamos que el poeta seguía comprometido con el mundo y la naturaleza: «Bosques, creced en la agonía del mundo». Seguía encontrando consuelo en el transcurrir de las estaciones: «Hasta para él que mira, encerrado en sus años, / el verano será el tiempo de la dicha». Y se asomaba al tormentoso río de la vida, con la serenidad de haber llegado a ser universal sin dejar de ser local: «Allí estaba, en el pretil del puente, / contemplando en días de temporal / el bravío arrasar de la riada / que llevaba en fragor / ramas, aperos, vigas de almadía, / naos donde se posaban ateridas las aves».
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