Interrumpir un pregón, adelgazar de frío, llamar a los bomberos


Leo en un libro de Paul Auster que solo le ocurren cosas a quien sabe contarlas. Y esa misma tarde, mi compañera CG. me lo confirma. Siempre la he admirado como narradora. Me cuenta una de esas historias que te parecerían normales en una película, pero que ocurrió en la calle los Baños en Albacete. Estaba a punto de marcharse la señora que se encarga de cuidar a su madre, cuando las tres descubrieron un resplandor acompañado de un fuerte olor a quemado. Procedía de la puerta. Se asomaron al rellano. El apartamento de los vecinos estaba en llamas. Tocaron y nadie respondió. Cualquiera en esa situación hubiera perdido los papeles. CG. es tan buena narradora porque es dueña de una sangre fría envidiable. Pensó: si el incendio alcanza el ascensor, a mi madre no hay quien la baje de un quinto en la silla de ruedas. De modo que embarcó a la mujer y la ayudante camino de la calle, mientras ella llamaba a los bomberos y recogía algunas cosas. «¿Encontraste el número en esas circunstancias?», le pregunto. «Me lo sé de memoria», responde. Y añade que los bomberos fueron supereficientes. «Llegaron en un santiamén, preguntaron si tenía llave de la casa, si había alguien dentro y, cuando les respondí a las dos cosas que no, actuaron con la diligencia que se espera de ellos. En un periquete habían sofocado el fuego, mientras que mi madre, la asistenta y yo nos refugiábamos en el bar de abajo y recibíamos la propuesta de las monjitas del colegio vecino de dormir en su centro si era necesario». No lo fue. Pero por la noche volvió el olor, un olor a quemado nuevo, en medio del tufo antiguo de la tarde. CG. se asomó y de nuevo vio resplandores. Esta vez acudió un solo bombero a la llamada, el último retén. Era la ropa que reposaba en la secadora, que había guardado vivos los rescoldos. Ya solo fue echar un par de cubos y terminar de aplacar el conato. Luego, a ver quien dormía. Era estar con un ojo cerrado y otro abierto, y asomarse de vez en cuando, y husmear el ambiente, intentando distinguir tonos de olor a quemado. La casa de los vecinos quedó como si la hubieran pintado de negro. A los tres días leo, no sé dónde, que han despedido a nueve bomberos del ayuntamiento, por los recortes. Ese es el premio a lo que funciona bien. A ver ahora quién duerme.

Están buscando el interruptor que permita adelgazar a voluntad. Unos científicos de la Universidad de Sherbrooke, en Quebec, han publicado un estudio en el que demuestran que hay una grasa buena que come calorías. Se diferencia de la grasa tradicional, entre otras cosas, en el color, que no es blanco o amarillo, sino pardo. Lo que han descubierto estos científicos canadienses es cómo se activa esta grasa comegrasas. Básicamente hay dos maneras: una, haciendo ejercicio físico, lo que no constituye una gran novedad. La otra, pasando frío. Han sometido a seis hombres a un frío moderado dos horas al día y han visto que funciona. El estudio tiene una gran aplicación en la enseñanza. Si se quiere combatir el sobrepeso de nuestros escolares, ya no es necesario que se aumenten las horas de educación física, lo que venimos reclamando desde  hace décadas, pero sería muy gravoso porque habría que contratar profesores. Tampoco hará falta que se apliquen las drásticas medidas de eliminar la bollería industrial y los dulces de los centros educativos. Bastará, como ya están haciendo las autoridades autonómicas, con no suministrar dinero a los centros para que no puedan pagar la calefacción. El frío es sano. Y además adelgaza. Científicamente demostrado.

Interrumpir un pregón de fiestas puede tener pena de cárcel. Fue una acción de protesta en Guadalajara en la que participaron un millar de personas contra los recortes en Educación. De ese millar llevarán a juicio a cinco. Se toman decisiones contra la gente y no se acepta que la gente proteste. Curioso: vacíos de razón y de argumentos, recurren a la fuerza. Aunque sea la fuerza de la ley. Que no siempre es justa.

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