Sólo conozco un tipo vivo que tenga dedicada una calle en una película. Supongo que habrá más, porque hay gente para todo, como dijo Belmonte. Yo sólo conozco uno. Se llama Karmelo Iribarren y es vasco de Donosti. ¿Su mérito? No lo sé bien. Es amigo fiel de sus amigos, pero por esta razón no te dan una calle; a veces, incluso, te la quitan. Es también poeta, y de los buenos. Pero en cuestión de calles, este es un mérito más bien póstumo: la gente suele esperarse a que te mueras para grabar una placa con tu nombre. Karmelo está muy vivo, afortunadamente. Cuando el actor José Coronado entra en un bar de la película La vida mancha y le pregunta al camarero por la calle Karmelo Iribarren, está rindiéndole homenaje, lo que no le han hecho aún en ninguna ciudad fuera del cine, ni siquiera en la él que sigue inmortalizando con sus versos.
Porque el tema favorito de Iribarren es la ciudad. No como paisaje, que a veces también lo usa como telón de fondo, sino la gente que vive en ese ecosistema. Y, como no conduce, sino que la recorre a pie, la sigue por la ventanilla del autobús, la observa desde un taxi, junto a la barra de un bar, desde la ventana de su casa, ve muchas cosas que no vemos los que estamos enfrascados en el tráfico y en el ajetreo. “Los dos / bajaban / por la calle / cubiertos / de sangre. / Nadie / les prestaba / atención. / Así era / la ciudad”. Y así la retrata este poeta, con una mezcla de acidez y de ternura, con piezas cortas y contundentes, al estilo de los epigramas con los que el veronés Catulo ridiculizaba a todo el que se movía.
Iribarren prefiere reírse de sí mismo y de la vida que nos ha tocado: “El futuro es vuestro, / chavales, / decían, / como quien te dice / que te ha tocado algo. // ¡El futuro! / Menudo / fraude: // letras y letras / y más letras de Banco / o la puta calle.” Sin embargo, cuando ya es irresistible Iribarren es cuando dedica esta mala leche a un poema de amor. Es uno de los pocos poetas vivos que conozco que pueden todavía tratar el amor sin resultar pedantes ni patéticos ni retóricos. Te veía / llegar, / cruzar la puerta, / darme un besazo en el morro, / mirarme a los ojos / de esa manera única, / como sólo tú miras / a los ojos: rompiendo / el calendario. // Te veía / hacer esas cosas sencillas / que sólo tú haces / para que el mundo / entre en razón; // y no sabía / a quién / darle las gracias”.
Aquí, claro, no caben los poemas que me gustan más aún, si cabe, los de infancia: Una mañana de invierno, El cobrador y, sobre todo, Tu padre se ha ido de viaje. Esos hay que leerlos en su último libro, La ciudad. Cada uno de ellos vale por una calle de película.
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