Ángel González

Después de leer sus poemas en el Escorial, Ángel González atendió a la prensa durante una hora por lo menos. Habíamos pasado buena parte del día charlando en la compañía de otros amigos y se me había ocurrido comentar que yo también quería hacerle una entrevista antes de volverme a Albacete. Un comentario fugaz, sin convencimiento, que olvidé tan rápido como lo había formulado y más todavía al ver cómo se le iba apagando la voz durante la lectura, y cómo después desafiaba su propio cansancio atendiendo a representantes de algunos de los medios más prestigiosos del país. Había cola esperando sentarse a su vera para tenderle nuevas preguntas o tal vez para repetir las mismas que le habían planteado los entrevistadores precedentes. A pesar de que se mantenía tieso como una efigie y de que parecía no gastar energía más que cuando era imprescindible (para colocar una agudeza o darle un sorbo al whisky), Ángel González estaba ya muy frágil este verano, llevaba estando frágil mucho tiempo.

Les saludé para marcharme. Su mujer, Susana Rivera, me alcanzó en el vestíbulo. Estaba dulcemente enfadada. Me había estado buscando entre el revuelo de estudiantes y profesores y bailarinas y curiosos que abarrotaba la sede de la Universidad de Verano. ¿Es que no vas a entrevistar a Ángel? Me preguntó como quien regaña a un niño. Te está esperando. Así era este hombre. Buscamos acomodo en un rincón, mientras una danza exótica centraba la atención de los centenares de personas que nos rodeaban. Se sentó con su vaso de whisky y su cigarro, y me requirió con sus ojos expectantes, dispuesto a empezar de nuevo conmigo como si fuese el primer periodista que lo abordaba esa tarde. Lo encontré más despierto que durante las horas que habíamos compartido antes con otros amigos, como si la sucesión de entrevistas y la proximidad de la noche le insuflaran renovadas energías.

En público, Ángel González tenía una mirada somnolienta, como de quien deja encendido el piloto automático. Aun así demostraba cuando era preciso que estaba en lo que se decía, destilándose en comentarios breves, cargados de lucidez. Sin embargo, cuando te sentabas ante él a conversar, sus cinco sentidos venían a conversar contigo y sus ojos grises esperaban cada nueva pregunta con una expectación casi infantil, como si fueran a abrirle los caminos a una respuesta inédita que a él también le sirviera para seguir descubriéndose. Hablamos, claro, de poesía, sobre todo de sus hábitos a la hora de escribir. Empezó refiriéndose a su propia obra como si ya perteneciera al pasado, pero poco a poco fue reconociendo que tenía un puñado de poemas nuevos de los que no estaba seguro. ¿Qué iba a hacer con ellos? Años atrás estaba muy claro: se los hubiera dado a leer a su amigo Jaime Gil de Biedma para pedirle opinión. Fallecido el poeta catalán, había buscado gente de confianza para sustituirlo. Citó a Luis García Montero.

Hoy sé que mi entrevista pecó de breve. Leí la desilusión en sus ojos cuando le comenté que tenía que marcharme o perdería el tren. Se le notaba a gusto, tan desinhibido, él que solía expresarse con monosílabos, que hasta elevó su tono bondadoso para quejarse de la película que preparan sobre Biedma: “estoy horrorizado. Jaime lo hubiera estado también”. “Un hombre nunca sabe qué pasado le espera”, sentencia uno de sus versos definitivos. Nuestro pasado siempre queda en manos ajenas, ojalá que de amigos. Seguro que es su caso.

2 comentarios:

  1. Precioso, Arturo, un buen homenaje al poeta y al hombre.
    Un abrazo
    Ángel

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  2. Hola Arturo, me ha encantado este artículo. Gracias por hacernos partícipes de tus experencias con Ángel, por un momento he creído estar allí sentado junto a ti y frente el estupendo Ángel Gonzalez.

    Un abrazo.

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