ANTONIO MORENO
Lo inesperado
Renacimiento, Sevilla, 2022
«El sonido de cada paso cuenta / cómo el mundo se hace y se deshace».
Antonio Moreno (Alicante, 1964) es sobre todo poeta. Hay que tener en cuenta sin embargo que viene del haiku y de una prosa contempladora. Es el suyo un universo hiperrealista, que se asoma a la naturaleza con los ojos múltiples de un insecto para ver más allá de lo que vemos sin dejar de ver lo que vemos. Para ello necesita desprenderse de toda atadura, empezando por el propio nombre: «Cuando no hay ya color ni el nombre del color... / Cuando no hay más que esta realidad // moviéndose en el aire ―y la llamamos nubes―, / moviéndose en el agua ―y la llamamos mar―, // que se agita en los seres y en cuanto nos rodea / y nos hace hijos suyos, entonces soy real». Insiste mucho Moreno en la necesidad de desprenderse de los nombres: «Nube de esta tierra, // que eres más que mi nombre, siendo nada...». Ha ido reduciendo y afinando lo que designa hasta designar lo infinitesimal para pararse a recibir lecciones de lo más humilde: el grillo, el tomillo, las moscas, una flor roja en mitad del campo: «frágil, limpia, sutil, vino a salvarnos / ―trémula de verdad― una amapola». La posición del observador es importante. A menudo lo hallamos caminando, pero también en situaciones singulares: esa vigilancia agotadora del soldado que alcanza el amanecer con los sentidos abotargados y no obstante es capaz de distinguir los pequeños cambios que la luz incipiente obra a su alrededor. También están las alturas, donde el canto del grillo, combinado con la presión y la textura del oxígeno, produce una sensación de irrealidad. A veces es un golpe de la brisa, una nube que nos sobrevuela, el mar, yendo y viniendo, y enseñando: «aprende de la espuma a ser adiós / y encuentro, y nuevamente adiós y encuentro, / esa entrega sin fin de vida y muerte». Hay algo de Pessoa en estos versos, como hay algo de Azorín en otros, un perfume sutil de sus lecturas. Y está al final de todo la creencia en el mar, la creencia en el fuego que quedó como última imagen de su padre, en un poema capital del libro.
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