Cualquier chinchillano al que preguntes ha oído hablar de un agujero que se abrió de pronto en la plaza de la ciudad, muy cerca de lo que hoy es el bar La Caverna. A unos cuatro metros a la derecha de la puerta del establecimiento, se distingue todavía una losa diferente a las demás. Es una tapadera. La historia se remonta a finales del año 1966, nadie recuerda con exactitud el día. Estaban obrando en la plaza, que entonces se llamaba de José Antonio, para rebajar el nivel del suelo en algo menos de un metro y cambiar el pavimento de tierra, que había que regar con frecuencia, por uno de guijarro, más cómodo. Al ir quitando materia y retirar la fuente de mármol rosa y gris situada en el centro, aparecieron fosas, varios esqueletos y el misterioso agujero. Estaba tapado con una bovedilla de cal hidráulica y baldosa, según recuerda Fulgencio Calera. Como es lógico, aquello intrigó a los obreros, que se aprestaron a averiguar qué escondía debajo. Y costó sudores romper la tapa, porque se resistía a los golpes de las almainas (almádenas) y los picos. Cuando al fin cedió, unos palos ocultaban un pozo muy profundo y de unos dos metros de diámetro. Estaba vacío. Les pareció un buen sitio para deshacerse de los escombros que iban arrancándole al suelo. Hay quien dice que fueron diecisiete camiones. Fulgencio Calera, que conducía el flamante Barreiros Saeta de su propiedad, asegura que fueron veintipico los que basculó directamente sobre el pozo. Cuando estuvo lleno, lo apisonaron y se fueron. El Cachi asegura que ocurrió un domingo, porque se enteró cuando salía de la primera sesión de las dos que daba el cine local. En lo que hoy es La Caverna estaba entonces el quiosco de Marisa. Allí comprarían golosinas los críos. Antonia la de Calera recuerda que los vio blincar (brincar) esa tarde sobre la tierra removida. Dos horas después, sobre las nueve, se desató bajo tierra un ruido espantoso, algo parecido a un vendaval. Los papeles, las pipas, las colillas, todos los objetos de la plaza, fueron absorbidos por el agujero, que se abrió de nuevo. Corrieron a asomarse y comprobaron que ahora era incluso más profundo que antes de llenarlo. En los días siguientes apareció con agua, que fue menguando hasta consumirse. Había que inspeccionarlo. Le tocó a Matico, en su papel de maestro de obras. Le ataron una braga con un cordel y lo descolgaron. Dice su sobrino El Cachi que llevaba puesta la chaqueta que solía usar cuando refrescaba. Recuerda también que sujetaba en una mano una vela y en la otra una linterna azul de petaca. Lo bajaron diez o doce metros hasta que se le apagó la vela y pidió que lo izaran. “¿Qué has visto?”, le preguntaron en cuanto lo vieron asomar. “Lo que he visto ha sido el mucho miedo que llevaba”, fueron sus primeras palabras. Luego contó que había varias galerías y que notaba corrientes de aire, pero que no había descubierto ningún forjado roto. Tras considerar qué hacer y consultarlo con el empresario valenciano Francisco Blanco López, acordaron sellar el pozo con una tapa y un encofrado. Veinte años más tarde, hubo una nueva remodelación, en la que se erigieron las controvertidas columnas cuya estética nadie entiende. Destaparon otra vez el agujero y se ofrecieron a inspeccionarlo espeleólogos de Valencia, pero el alcalde Francisco García de la Encarnación se opuso. Dice Ramón Mascarica que él sí se descolgó, que había luz suficiente porque el agujero era bastante amplio, pero que no vio ningún túnel ni galería. Después volvieron a sellarlo. Y así sigue. Ángel Huedo sugiere que la misma agua que llenó el pozo trajo de vuelta parte del escombro, que acabó por lodar (taponar) las galerías. El historiador Luis Guillermo García-Saúco considera que el pozo podía formar parte de algún tipo de colector de agua, aunque no le encaja del todo el gran diámetro del mismo. Por supuesto los chinchillanos proponen interpretaciones más novelescas. “Al fin y al cabo”, dicen, “los constructores del castillo tenían que reservar una escapatoria de túneles para prevenir las épocas de asedio”.
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